Mostrando entradas con la etiqueta Al Desnudo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Al Desnudo. Mostrar todas las entradas

Ani, hoy es tu cumple

sábado, 27 de abril de 2019


Dicen que el tiempo no existe. Dicen que el tiempo es una invención del ser humano para poder explicar y controlar lo que le rodea. Que es una creación de la consciencia humana, fruto de su propia limitación, angustia existencial y frustración constante.

Eso quiere decir que estamos todos los días celebrando nada, o celebrando todo. Quiere decir que no hace 35 años que nací, quiere decir que nací, sin más.

El ser humano, triste, confuso, con una meta, nacer y vivir para morir. Límites para controlar, para trabajar, para recompensar. Pero a mí no me gusta pensar así. Me gusta exprimir lo bonito. Me gusta pensar que establecemos límites para celebrar, para motivar. Para decir que hace 35 años que nací y que me siento más yo que nunca. Para estar con mi gente. Para decirles: "Eh, estás aquí, y te quiero aquí 35 años más".

Límites para saber que un abrazo se convierte en magia a partir de los 20 segundos, para saber que un beso te hace cerrar los ojos a partir de los 3. Que desde que nos despertamos hasta que somos conscientes de que estábamos dormidos tardamos 5 segundos, o 5 minutos.

Saber que tardo 40 minutos en hacer una tortilla de patata para los míos, y 15 minutos disfrutando viéndolos comerla.

Que mi fin de semana perfecto duraría tres días. Y, que si me lo otorgaran, suplicaría por cuatro.

Que mi perrón estuvo cuatro meses esperando a que alguien lo quisiera. Y que conté los días desde entonces, porque creí, que cuando pasaran otros cuatro meses desde quererlo, me empezaría a querer él a mí. Que mi perrona no pasó ni un solo día en la protectora, porque la quisimos desde el momento en que vimos su foto con su collar de pastoreo rogando por un lugar que la acogiera.

Que una caminata que me dé agujetas dura 3 horas. Pero la satisfacción de haberla hecho con mi gente estará siempre congelada en las fotos.

No, para mí los límites no tienen como objetivo aliviar la frustración. Su destino es más bonito. Tienen como objetivo atesorar recuerdos, establecer días para celebrar, dividir etapas y marcar nuevos comienzos. Los límites son la eterna oportunidad para volver a empezar. Para volver a creer, para volver a querer, para decir "ahora sí". Dan sentido a los "empiezo el lunes", los propósitos de año nuevo, las promesas sinceras, y las no tanto.

Límites. Los límites dicen que hace 35 años que nací. Que me siento como si tuviera 20, y que exprimiré los días como si tuviera 12. Que la clave, como en todo, no está en la cantidad, sino en la calidad. Y, cuando lo comprendes, pierdes el miedo al paso de los años, y vives la intensidad de todos y cada uno de los días.

Querida madre tierra...

lunes, 22 de abril de 2019



¿Sabes? Hoy es el día internacional de la tierra. Hace tiempo que me dan pereza los "días de", porque parece que, de un tiempo a esta parte, cada día es el día internacional de algo. Y yo soy de las que creo que no hay que esperar al "día de" para celebrarlo. Pero hoy es el día internacional de la tierra, y me toca en lo más profundo del alma.

No soy religiosa o, mejor dicho, no soy creyente, al menos, no creo en el dios "tradicional", o el dios de la religión cristiana. Pero sí creo. Creo en el poder de la naturaleza, creo en la madre tierra, o padre, o ente, o como lo quieras llamar. 

No. No creo que una madre tierra en forma de árbol de raíces inmensas nos haya puesto aquí por gracia divina al golpe de varita, pero sí creo en la evolución y en que esa madre tierra nos ha dado todo para que podamos estar aquí. 

Creo en el poder curativo de las plantas, creo en el respeto entre especies, creo en la consciencia y la meditación como precursor de la salud. Creo en los hábitos naturales como camino hacia la plenitud espiritual. Creo que andar descalzo es terapia, acariciar a los animales es terapia, extender los brazos bajo la lluvia y mirar hacia arriba con los ojos cerrados para sentir las gotas, arrimarse a una hoguera para entrar en calor, meter las manos en los sacos de legumbres, recolectar ingredientes de la huerta, oler las flores, darse un baño de sol en febrero, respirar en lo alto de una montaña hasta que duela, hacer baños de vapor con lavanda y romero, tumbarse y mirar las estrellas, fruta recién cogida del árbol, bailar hasta doler los pies, jugar en el barro, gritar eco en las cuevas, pisar los charcos, correr por la hierba hasta que se acelere el corazón...

Creo que todo, absolutamente todo, está en la naturaleza. No creo en los medicamentos, en los procesados, ni en los químicos. Creo en lo natural, natural de naturaleza. Estoy harta del consumismo, de las enfermedades que nos crean para después curar con medicamentos milagrosos, de quien no se sabe divertir sin alcohol, ni drogas. Harta del dinero que todo lo mueve, de construcciones imposibles, e inventos para vagos. No soporto la invasión plástica, la gente egoísta, ni los que no saben querer. 

¿Sabes? Creo que si pudiera me teletransportaría 30000 años atrás. Con taparrabos y trenzas en el pelo. Cuando había que ganarse la comida de verdad. Probablemente sea la ilusión de quien ha leído "Los hijos de la tierra" hasta imaginarse cabalgando sobre un león, o quizá si fuera real disfrutara esos escasos 30 años con la fuerza de lo auténtico.

Sea como fuere, con Delorean para retroceder en el tiempo, o sin él, disfrutaré al máximo esta ocasión que se me brinda, de vivir con pasión, de sentir, de ser consciente, de agradecer cada día y cada semilla. 

De seguir aprendiendo, de seguir disfrutando, de seguir oliendo y sintiendo. Del sonido de los pájaros que ahora mismo me acompaña y de todos y cada uno de los detalles que nos perdemos cada día por estar ensimismados en la superficialidad de la vida.

Hoy sí te diré que te sientes, te relajes, respires profundo y agradezcas. Porque querida madre tierra, sin ti no somos nada.

Hasta siempre Lucky Luke

sábado, 20 de octubre de 2018



No quiero otro perro. Protesté mientras apartaba la mirada de esa foto premonitoria de un cachorro de schnauzer con orejas caídas.

Se acababa de morir mi perro y no quería que nadie sustituyera a Paco, Paquito, Paquete, Paquín, mi enano, mi gordo, mi perro patada. Y menos una calcamonía con orejas adorables. ¿Por qué nadie lo entendía?

Apenas habían pasado 2 días y no estaba preparada, ni quería estarlo.

Estaba enfadada, muy enfadada. Pero mamá estaba triste. Paco había dejado la huella más grande del perro más pequeño de la historia.

Mi enfado no se iba con el tiempo. Y al día siguiente sonó el teléfono.


- ¿Estás en casa?

- Sí.

- Paso ahora por ahí.


No eran horas de pasar por casa, eran horas de trabajar. Y eso solo podía significar una cosa. Me van a dejar a cargo del perro que no quiero.

Me lo pusieron en brazos y se fueron. Sin apenas hablar. Mi gesto torcido era una mezcla de asco y enfado.

Era una bola de pelo negra con mechones blancos, rizosa, con olor a cachorro y, curiosamente, sin una pizca de miedo.

Dejé la bola en el suelo y la miré fijamente. Esas orejas caídas me estaban haciendo burla mientras daba unos pasos tambaleantes y movía ese rabo apenas apreciable entre sus rizos de bebé.

Clavaba sus ojos en los míos, en una especie de reto que solo comprendíamos la bola de pelo y yo.

Un paso más. No había coordinación ninguna entre sus cuatro patas.

Otro paso más. Mis ojos se humedecían mientras inclinaba más mi cabeza para recortar el espacio que nos separaba.

Y de repente, un montón de cortos pasitos acelerados dejan a la bola de pelo a escasos milímetros de mi cara.

Sin titubear, anula la distancia, me mete el morrito en el ojo lloroso, y me muerde la nariz suavemente mientras mis lágrimas asoman por fin y se escurren descontroladas por mis mejillas. Lo agarro y me rindo a lo inevitable.


- Te llamaré Lucas.


11 años después Lucas es ese perro que deja esa inmensa huella que apenas se acerca al tamaño mínimo de sus patitas.

Lucas, Lucky, Lucky Luke, Lucky Lucky, Lucky Lu.

Nos ha hecho reír, y hasta ayer nunca llorar. Hemos compartido comidas, y cenas, nos hemos contado confidencias, y ha sido un pompón sobre el que llorar en los momentos crudos.

El perro más optimista y luchador. La alarma más estridente de la historia. El más cabezota, el más gracioso. Bipolar y mimoso. Sus besos se cotizaban al alza y adoraba que le contemplasen.

Se codeaba con grandes perros y hacía ver que los pequeños eran poco para él. La cabeza más suave del mundo. El más ligón con las perras grandes. Ladrador de piedras y ladrador de todo.

El pequeño y el viejete de la casa. El que te sacaba de quicio con sus ladridos y hacía que se te saltaran las lágrimas de risa con sus perrerías.

Dicen que los perros viven tan poco porque ya vienen con la lección de la vida aprendida. Saben disfrutar de cada minuto, obvian lo innecesario, y aman incondicionalmente. Dicen que no tienen que quedarse más tiempo porque ya nos lo han enseñado todo, y es tarea nuestra comprenderlo.

Lucas ha hecho que lo entendiera. No queda nada de ese enfado 11 años atrás. Desde que su nariz húmeda chocó con mi cara no pude por menos que llorar y reír a la vez.

Ya no me enfado como me enfadé aquel día. Ya no me enfurruño y digo que no quiero más perros porque no quiero enterrarlos. Ahora los quiero, a todos. Quiero darles la vida más feliz que pueda, aunque en realidad sean ellos los que me la den a mí.

Lucas tenía dos hermanos perros y dos hermanos gatos. Y todos están tristes. Nosotros también estamos tristes. A escasos minutos de su marcha ya lo echamos en falta.

Le echaremos de menos. Pero somos conscientes de que siempre que lo recordemos nos hará sonreír y reír con sus aventuras.

Esa bola de pelo tambaleante, esa nariz mojada, me hizo ver que es importante recordar a los que se fueron, pero que hay que cuidar a los que están.

Que no hay que cerrarse al amor, que siempre hay hueco para querer. Que el dolor de la pérdida es inevitable, pero los años compartidos son impagables. Que el amor incondicional es su don y nuestro privilegio.

Que debemos aprender a querer sin esperar nada, que el amor debe ser altruista. Que ellos lo saben, pero nosotros aún no. Que es lo más grande que existe. Y esa es una lección que todavía tenemos que aprender.

Hasta siempre Lucky Lucky.


De tu nieta, con amor

lunes, 14 de mayo de 2018




De peque siempre me dio miedo la muerte.

Me recuerdo un día, cuando tenía 7 años, durmiendo la siesta en la cama de mi hermano. Desperté, pero no abrí los ojos. De repente fui consciente de que cualquier día me podría ir, y no quería. Lloré en silencio, porque no me gustaba que nadie me viera llorar. Lloré en bajito mientras mi hermano me hacía perrerías para despertarme. Y deseé poder fabricar momentos como ese para siempre, sin fin.

Fue mi abuelo quien me sacó esa idea de la cabeza. Inconscientemente me arrancó mi mayor miedo. A mí y a cualquiera que compartiera esa angustia conmigo y lo conociera a él.

Mi abuelo me enseñó a no llorar la muerte, me enseñó a celebrar la vida. Porque sin muerte no hay vida. Y él bien sabía que había vivido por una y siete vidas más.

Siempre bromeaba. "Familia, yo quiero llegar a los 100 años, porque me han dicho que a esa edad se mueren muy pocos". Pero en el fondo sabía que el jefe ya le había dado bastante cuartelillo.

Marido, padre, abuelo, tío, cuñado, amigo, Muel.

Imposible recordarle sin esbozar una sonrisa o soltar una carcajada.

Como nieta que soy, no recuerdo cuándo conocí a mi abuelo, porque siempre estuvo ahí. Y lo estuvo en todos los momentos.

Recuerdo el primer día que me vino la regla. Me apañé yo sola, porque ya me habían enseñado bastante el colegio y las revistas preadolescentes. Y avergonzada se lo dije a mi madre. Creo que pasaron apenas dos horas desde entonces hasta que sonó el timbre de casa.


- ¡Felicidades! - Pregonaba una voz eufórica y cantarina a través del telefonillo.

- ¿Por qué abuelo? - Hoy no es mi cumpleaños.

- ¡Porque ya eres una mujer!


Así era él. Celebraba todos y cada uno de los momentos, porque siempre hay algo que celebrar. Por eso vivió hasta el último momento, sin restricciones. Por eso se le llenaba la boca diciendo: "No quiero que lloréis por mí, quiero que cantéis y bailéis".

Y eso hacemos. Celebrar la vida, su vida, la que vivimos junto a él, la que vivió junto a nosotros. Recordándolo en sus momentos locos y en sus consejos sabios. Presumiendo de ese abuelo diabético y con parkinson que saltaba en una cama elástica, que hacía parapente, que arreglaba todos y cada uno de los enchufes que veía flojos. Que siempre estaba ahí para echarte una mano, en lo que fuera. Daba igual si podía o si no podía. Daba igual que "no estuviera para esos trotes", porque a él no se le ponía nada por delante.

Por eso abuelo, hoy quiero decirte que te hemos celebrado. Que no hemos llorado. Que hemos reído recordándote, que hemos bailado, cantado, tocado. Que hemos bendecido la mesa como tú solías hacer.

Que hemos dejado el pabellón bien alto. Que cualquier persona que se haga llamar normal no hubiera dicho que estábamos de despedida, sino de bienvenida. Bienvenidos tus recuerdos, tú y la nueva forma de tenerte. Que nos tachen de locos, de extravagantes, que nos tachen de Muel.

Que nos hemos querido, que nos hemos abrazado y apoyado, que hemos hablado de nuestros momentos contigo y que hemos creado nuevos momentos juntos. Los de norte, los del este, los del sur. Mujer, hijos, nietos, sobrinos, primos, cuñados, amigos. Todos tuyos. Orgullosos de ti, de nosotros y de lo que nos has enseñado.

Que nos cuidaremos, que la cuidaremos, que nos encontraremos. Pero hasta entonces, te recordaremos. Brindando, bailando, queriendo, pero nunca llorando. Y si por casualidad flaqueamos, que lo haremos, será por la alegría de haberte conocido.


Calladita estás más guapa

sábado, 25 de noviembre de 2017



Cuando era una preadolescente inconformista de pelos de colores pasaba las tardes en casa de mi novio. Nuestro plan era hacer los deberes de turno y comer cruasanes de chocolate. Si la tarde se alargaba veíamos una peli y nos reíamos cuando congelábamos las imágenes de escenas embarazosas con esa nitidez que ofrecía el recién descubierto reproductor de DVDs. Nada de películas en VHS con sus pausas de imágenes con rayas gruesas y temblorosas. No, aquello era la revolución, el futuro, era el huevo perfectamente nítido de Ben Affleck pillado en la bragueta mientras su futuro con Cameron Díaz se desvanecía ante sus ojos entre las risas de los vecinos, los enfermeros y la policía.

Entonces volvía a mi casa, volvía de noche y asustada, porque era peligroso ir por la calle sola pasada la puesta de sol. Incluso en una ciudad coqueta, en un barrio donde nos conocíamos todos. Es de noche, es una mujer sola, es peligro. 

El ambiente se volvía inquieto nada más abrir el portal. La brisa de la noche, la intranquilidad, el móvil en la mano. Caminaba los escasos 100 metros agarrando el móvil fuertemente, con el número de mi chico en la pantalla y el dedo sobre la tecla de llamada por si pasaba algo, para que, al menos, me oyera gritar y siguiera mis pasos en mi busca para rescatarme. 

¿Paranoia? Quizá. Desde que vestimos falda nos educan con esa premisa. No vayas sola, no es seguro. Si ha anochecido vuelve en taxi, que te acompañe alguien, pero no una amiga, ¿eh? Que eso es un caramelo más grande aún. Un hombre

Y esa fue mi rutina desde los 14 años hasta que me relajé un poco. Hasta que cambié mi pulgar sostenido sobre la tecla de llamada por el estado de alerta. Decidí que si miraba al suelo podría ver las sombras y, si alguna se abalanzaba sobre mí, podría defenderme, podría soltar una patada voladora o gritar como una posesa. 

Decisiones... Sólo se trata de eso. Decisiones. Decidir cómo defenderse. Decidir avisar de cuándo llegas a casa, decidir estar atenta. 

¿Y decidir decir que no? No, eso no funciona. Puedes decidir que no, puedes decir que no, pero ten cuidado, que el consentimiento también puede ser no verbal. Que quizá lo estés pidiendo con tus gestos, con tu mirada, con tu ropa, con tu pasividad fruto del pánico. Quizá no puedas hablar, quizá estés asustada, quizá estés paralizada, quizá estés ebria, quizá estés fumada, quizá estés afónica, pero no te preocupes que ya decidirán por ti. Que aquí el que calla otorga, el que calla consiente y que calla asiente. Y eso se sabe aquí y en la China Popular. 

Así que solo déjate llevar, es un momento, no pasará nada, seguro que lo pasarás tú tan bien o mejor. Es lo que quieres. Y luego sigue tu camino, sigue con tu vida, es lo que has querido. ¿O no? 

Pero si has consentido, si has callado y has otorgado. ¿No querías? Vaya. Pues no sigas con tu vida. Reclúyete en casa. No vivas, no olvides, no trates de avanzar. Llora, y sufre, y ódiate, y culpabilízate, y sé la víctima, pero que se note. Y confía en las pruebas. ¿O no?

No. Mejor no confíes. No tiene sentido. Qué sentido tienen unos cuántos mensajes, unas cuántas palabras eufóricas con ganas de caza, de adrenalina mal sana. No, eso no tiene sentido. 

Claro que tiene sentido en otros juicios, no pierdas la cabeza. Cómo no va a tener sentido en juicios tributarios, en juicios laborales. En juicios en los que la víctima es quien mueve los hilos, en esas vistas celebradas para emplumar a aquellos que han pretendido defraudar. En esas vistas en las que sí tienen relevancia esos mensajes, en vistas en las que sí tienen relevancia porque se trata de recaudar. 

Claro que tienen sentido esos mensajes para demostrar que ese empleado ha estado trabajando y el hostelero no ha dado de alta. Claro que tiene sentido niña, no digas ridiculeces. Es dinero, es el motor del mundo. Pero, ¿por qué me ha de importar tu mundo? Tú lo has buscado, tú lo has querido, tú has consentido. Y niña, recuerda que tú no generas dinero, tú no recaudas, tú no eres importante

Así que haz el favor y quédate en casa, no sigas con tu vida, métete en la cama, tápate con el edredón hasta el último pelo y llora, pero hazlo bajito, que calladita estás más guapa.

16/10/17 El día que no amaneció

sábado, 4 de noviembre de 2017




Me extrañó el color rojizo del cielo. Tenía el cuerpo descansado y desperté antes de que la alarma me avisara. 

- Qué oscuro. - Pensé. - Aún me queda tiempo para dormir. 

Y de repente suena. 

- Qué extraño.- A estas horas el cielo nunca está así. 

Hacía un par de semanas que dormía sin persianas y conocía perfectamente el color del cielo a las 7:15 de la mañana. Ese tono rojo anaranjado no era normal.

Escuché a mi madre trastear en el piso de abajo. 

- La semana que viene hay que cambiar la hora.- Recordé como me había dicho la noche anterior. 

Pero no tenía sentido. No era solo que estuviera más oscuro que de costumbre. Era el color. El rojo, el naranja, el color de las alarmas, el color del peligro, el color que anuncia que algo no va bien.

Me levanté y agarré la sudadera que había dejado colgada del respaldo del sofá la noche anterior. Pura rutina, no hacía frío. El domingo había transcurrido con un calor asfixiante, insoportable, un calor anormal que predecía lluvia. Una lluvia que no acababa de llegar. 

Cuando bajé las escaleras lo olí.

- ¿Qué hace mamá encendiendo la cocina de leña a estas horas?- Pensé.- Y bajé los dos pisos saboreando lo que creía que estaría cocinando en ella. 

Nueve peldaños... Ya no se escucha trastear.

Siete peldaños... No oigo el crepitar del fuego de la cocina de leña.

Cinco peldaños y vista parcial de la cocina. La cocina de leña está apagada. La freidora y un par de bandejas descansan sobre la plancha. El olor a quemado sigue en el aire.

- ¿Qué está pasando?

Y entonces lo supe. En mi cabeza saltó una chispa. Qué irónico. Una chispa como la que asolaba tierras vecinas durante estos días. Ha llegado. Galicia arde, y ahora, Asturias también.

Los animales estaban apáticos y nerviosos. No necesitaba más confirmación.  

Como una autómata me dediqué a mi rutina matutina. Ni el agua de la ducha ni el sonido estridente de la batidora de vaso lograban sacarme de mi ensimismamiento. 

Vuelta a la habitación. Tuve que sacar la linterna del móvil porque la oscuridad era total, y me dirigí a la cama.

- Buenos días amor.- Susurré mientras acompañaba con un suave beso como cada mañana para no estropear la placidez del sueño. 

- Buenos días cariño. - Contestaban unos labios y unos ojos entrecerrados. 

Agarré la linterna de nuevo y me guié hacia el vestidor. De fondo, el sonido de los informativos. Todas las mañanas mi madre encendía la televisión mientras se vestía para enterarse de lo que pasaba en el mundo. Yo prefería vivir en la ignorancia que tener que luchar por comprenderlo. 

Alumbraba los armarios sin puerta mientras miraba por la ventana el extraño amanecer fallido. 

- Ha llegado. - Sentenció mi madre cuando atravesé la puerta de su habitación para poder mirarme en el espejo de su pared y comprobar que no había escogido un modelo digno del payaso de Micolor.

No contesté, no hacía falta. No me había dicho nada que no supiera. Volví a nuestro cuarto y lo anuncié como quien suelta una estrofa cualquiera de una canción. Sin pensar, sin analizar, sin querer ser consciente de lo que esconde la letra.

- Nos quemamos.
- ¿Qué dices amor? ¿Cómo va a llegar aquí?
- No amanece. No es normal. 

Y me fui tras intercambiar el par de te quieros de rigor.

Mientras caminaba hacia el contenedor de basura con la bolsa negra balanceándose a mi paso me sentí como en una película americana. El cielo rojizo, el aire extrañamente caliente y pesado, las motas de polvo haciendo carreras por el suelo y ni un solo alma en el camino empedrado. Era el fin del mundo, el apocalipsis y curiosamente esa misma tarde íbamos a recoger a Daryl. 

Daryl. No podíamos haber escogido mejor nombre para un perrón desaliñado, solitario y abandonado en la carretera a su suerte.

- Para que nos defienda de la horda de zombis que se avecina. - Pensé mientras torcía la boca en un gesto a caballo entre la sonrisa y la resignación. 

Y continué mi rutina. 

Recorría el camino hacia el trabajo y miraba por la ventanilla del coche con incredulidad. Era sorprendente la normalidad con la que transcurría todo. Una mañana cualquiera, un lunes cualquiera. Nadie mira al cielo, nadie interrumpe su quehacer porque el nuevo día haya decidido no comenzar. 

- Qué curioso.- Pensé.- En cualquier película americana ya habrían salido a la calle. Habrían mirado al cielo con pánico y se habrían congregado en masa mientras que la persona más cabal se habría proclamado líder y estaría verbalizando un discurso totalmente espontáneo para calmar los ánimos.

Pero esto era una película española. Una realidad española. Y no se jugaba el clásico, ni el famosete de turno se había cortado el pelo. Simplemente nos quemábamos, ardíamos, estábamos en llamas. Y nos iba a dar juego para discutir sobre ello un par de horas en Facebook.

Por la carretera

miércoles, 30 de agosto de 2017



Iba en coche y sonreí. Miraba por la ventana, bajada o subida, qué más da. La sensación de libertad era la misma. Con gafas de sol, para no verme reflejada en el espejo, para no ser consciente de ese antiestupendismo que me caracterizaba. No, yo no soy de esas. No soy una estupenda. Salgo mal en las fotos, mi pelo cobra vida propia por mil veces que lo peine y, cuando me río, la cámara no capta una imagen perfecta de anuncio de colonia, sino una cara desencajada, roja, e hinchada cual parodia de Hollywood.

Sonreí, miré al cielo, miré al mar, y me sentí bien. Hacía tiempo, años quizá, que la nube negra no se movía de mi cabeza. No se movía porque yo no quería. Porque quizá me sentía mejor sintiéndome mal. Porque era más fácil acostumbrarme que tomar las riendas, porque era más fácil estancarme que abofetearme y avanzar. 

Respiré profundo, tranquila, siendo consciente de las bocanadas, disfrutando del momento. Quizá fuera el día de sol, de descanso, o el preciso instante; pero era perfecto, era vivir.

Agarré el regulador del volumen y subí la música desde mi asiento de copiloto. Me gustaba esa canción. Y canté. Sin vergüenza, a sabiendas de que cualquiera preferiría escuchar al cantante antes que a mí. Consciente de que me avergonzaba mi voz como si cada día fuera la primera vez que la escuchaba en una grabadora

Tenía un montón de cosas por hacer. Había dejado trabajo sin terminar, la casa parecía un piso de estudiantes y tenía la cuenta temblando, pero ¡a quién le importaba! Estaba ahí, viva, calentándome la cara con el sol, dándole a mis pecas el pistoletazo de salida para la carrera sin fondo de la primavera. El cielo, el mar, la carretera, libertad. Libre de preocupaciones, libre de agobios, libre de mi yo esclavo, al menos por el momento, hasta que tuviera que volver a conectar. Cada cosa a su tiempo. Y era hora de descansar, de disfrutar, aunque no me lo mereciera, o así lo creyera en mi afán de martirizarme.

Ya trabajaré en casa, ya trabajaré en la oficina, ahora no pienses. Disfruta, que te disfruten. Enseña lo que eres. Aprende de ti. Alégrate por estar, por ser y por tener. Tener momentos, tener gente brutal, tener ambiciones, tener metas, tener tiempo, tener ganas

Podría pasarme horas mirando el mar y mirando el cielo, sintiéndome tan pequeña que resulta ridículo. Alucinando con que todos compartamos el mismo techo, el mismo cielo. Pensando en cuántas personas estarían mirando hacia él en ese preciso instante, como yo, nostálgicas o felices. A mil kilómetros de mí o a 20 metros. Preguntándole a ese sol radiante, a esa luna creciente o a esa nube a punto de reventar en un millón de gotas. Preguntándole por su siguiente paso, por la causa de sus fracasos o por la tan ansiada felicidad que tanto buscamos. 

Y entonces giré mi cabeza y sonreí. No, esa respuesta ya la sabía. Me había pasado tanto tiempo buscando la felicidad que había olvidado que es ella la que tiene que encontrarnos, y yo hacía tiempo que había dejado de jugar a escondite.


Treintaitrés

jueves, 27 de abril de 2017













Un día como hoy nací. Un 27 de abril de hace 33 años, que se dice pronto. A las 17:30 de la tarde me abría paso entre las piernas de mamá. Entre las piernas de mami, como la llamé durante 32 años y de la mama, como la llamo ahora en las tardes de risa.

Recuerdo que a los 6 años creí acordarme de mi nacimiento. Una locura, pero así lo sentí. Recordaba la sensación de estar encerrada, a oscuras, todo negro, confortable, sin nada más alrededor, y de repente, salir. Probablemente esa noche lo había soñado, pero no dejaba de ser curioso que no lo hubiera sentido como una pesadilla con lo claustrofóbica que soy. Loca, me llamaron, pero yo estaba feliz con mis pensamientos, mis sentimientos, conmigo. A día de hoy si me relajo, cierro los ojos y me concentro vuelvo a esa sensación, a ese sueño, a esa locura, a esa particularidad mía.

33. La edad de cristo menos un mes. Siempre he sentido curiosidad. Si fuera menos un mes ya no serían 33 años. Y hoy se cumplen 33 años enteros. 33 años vividos, disfrutados, reídos, llorados. Sin rumbo, con rumbo, con las ideas claras, y con un batiburrillo en la cabeza como si anduviera por el epicentro de la feria de Abril.

Personas que vienen, que se van. Gente que conoces de la manera más insospechada y se quedan en tu vida. Gente que no se ha movido, ni se moverá. Gente, amigos, familia, relaciones, hobbys, pasiones, aventuras, fiestas, rutinas, proyectos, trabajos, vasos de agua que parecen  piscinas, aprender a nadar, el click, sonreír, disfrutar, vivir, amar...

Amor, mucho amor. Amor y risas, muchas risas. En eso se ha convertido mi vida tras 33 años. Tras años de incertidumbre, de miedos, de avanzar con el freno pisado, de no saber. El click. La clave. El aprender a querer, aprender a reír, a valorar, a disfrutar, a saber que estamos aquí por algo, o por nada, pero que el tiempo perdido nunca se recupera.

Reír a carcajadas, abrazar, decir te quiero, recibir un te quiero, compartir, ilusionarse como una niña, meter las manos en los sacos de legumbres, oler ese perfume que me teletransporta. Ver crecer las plantas, escribir, cantar a grito pelado, los lametones de los perros, los besos de amor, que disfruten con mi comida, escuchar mi voz grabada y que ya no resulte extraña, oler a verano, los mensajes de buenos días, y de buenas noches, los inesperados. El zumo de naranja, las fotos antiguas, y las nuevas, comer la tortilla de patata sin cuajar, bailar, mancharnos la nariz de masa, coger la taza de té con las manos frías, juntar las piernas calientes con las congeladas. Reír con anécdotas antiguas, hacer el koala, ver películas con el edredón hasta la nariz, el sol en los días de frío, las sonrisas de los desconocidos. Pequeñas grandes cosas.

Hoy hace sol, me ha hecho esa concesión. Una pequeña cosa que me hace feliz. Una claridad que me da alegría, que me da ganas de saltar y gritar. De cocinar y reflexionar, de pensar cómo he llegado aquí, de recordar con alegría, pero sin pena, sin nostalgia de nudo en la garganta, pero con nostalgia de aquel que recuerda con cariño un tiempo pasado. Ganas de mirar hacia delante, de aventurarme con lo que sea, de tirar por el corazón y aparcar un poco la cabeza. De levantar el pie del freno, de querer, de ser, de mí, de ti, de todo. De frases de película, de escenas de película, de...

QUE EL AMOR NOS COSA A LECHES

Querido Valentín

martes, 14 de febrero de 2017





Querido San Valentín.

Y digo “San” porque ya estás frito.

He leído sobre ti y me ha impresionado. Hasta ahora no te conocía. Había escuchado hablar de ti, porque todos los años hay un día festivo en tu honor, pero si te soy sincera no tenía ni la más remota idea de a qué te dedicabas, ni cuándo, ni por qué la habías palmado. Sí, eso lo tenía claro. Aquí solo hacemos santos a los fiambres.

No sé por tu época, allá por el S.III, pero ahora funciona así. Cuando alguien está vivo es un cabrón, pero cuando la espicha, da igual lo cabrón que haya sido, todo el mundo le llora y es un santo. No se le otorga el apelativo de “San” como a ti, que le echaste huevos hasta que te dieron matarile, pero sí se les llora cual plañideras entregadas.

Me ha gustado saber que no eres un santo de esos de palo, que hiciste cosas guays por la gente, aunque quién sabe con la desinformación que hay hoy en internet. Pero el espíritu que infunde tu día me ha invitado a creer en lo que me cuenta la Wikipedia.

Así que he podido saber que casabas a soldados jóvenes, aun cuando el emperador Claudio te lo había prohibido porque creía que no rendirían en la batalla. Y, aunque no te haya salido muy bien la jugada, ¡olé por ti! Eso sí que es una oda al amor. Y seguro que esas parejitas jóvenes vivieron felices y comieron perdices.

Siento decirte, aunque con lo santo que eres probablemente te alegrará, que hoy en día nadie se acuerda de ti, y sólo recordamos a esas parejas enamoradas, lo estuvieran o no, que si hoy en día la gente se casa porque no tiene nada mejor que hacer, no quiero saber antaño.

El día que la palmaste se ha convertido en el día del amor, de las parejas, de los enamorados, de los regalitos cursis, de las flores, de las tarjetas, de demostrar... Así que, por una parte, gracias, siempre mola que el amor esté en el aire. Pero por otra me da un poco de pena, porque el resto del año parece que el amor es como Voldemort, y no se nombra ni se demuestra por miedo a que nos rebane la cabeza.

Esta mañana he ido a trabajar y he visto a un señor que llevaba un ramo de flores rojas y amarillas (se ve que él o la florista son muy patrióticos) a su parienta (o pariente, que ahora estamos muy modernos y ya no hay que esconderse de nada) y me ha inspirado una ternura tremenda. No he podido reprimir el Ohhhh, ohhhhh, ohhhhh mientras caminaba. Así que gracias por eso.

Pero, amigo Valentín, me da pena. Me da pena no volver a ver al señor hasta el año que viene. Me da pena que su parienta o pariente no reciba el desayuno en la cama hasta dentro de 365 días. Aunque pensándolo bien creo que ella te lo agradecería, porque no sé quién ha podido pensar que desayunar en la cama con una bandeja tambaleante y sin poder hacer siquiera pis es romántico.

Y es que, pensándolo bien, si te tiraste sabe dios cuanto tiempo casando a jovenzuelos de escaqueo, ¿por qué celebramos cuando te metieron en el hoyo? Al fin y al cabo es lo más triste de la historia.

No sé Valentín, sólo quería contarte lo que pasa por aquí y decirte que me parece muy guay todo lo que has hecho y que tienes un par de narices. También quiero pedirte que no te enfades por no celebrar tu muerte. Me acordaré de ti y tal, pero me da un poco de pereza hacer cursiladas justo ese día, cuando puedo hacerlas todos los días del año porque me sale del pie.

Porque además, ¿sabes qué? Quiero a un montón de gente. Y me quiero un montón a mí. Y si de lo que se trata es de querer pues… hoy me voy a acordar de ti entre colegas con unas cervezas y una buena tarta de chocolate que los aniversarios, del palo que sean, están para celebrarlos.

A ti

jueves, 15 de diciembre de 2016



A ti, chica guapa. A ti, chica lista. A ti, chica perfecta en tus imperfecciones. A ti te digo que no te decepciones. Que te quieras y que no dependas.

Sí, eres tú, y lo sabes. Eres esa persona incapaz de estar sola, incapaz de afrontar la vida sin esa presencia al lado. Me dirijo a ti, chico, chica, hombre, mujer... A ti, persona perfecta en tus imperfecciones.

¿Por qué te empeñas en demostrar que tú sola no vales nada? ¿Por qué te empeñas en hacer ver que tú sola estás coja? ¿Por qué no eres capaz de afrontar la vida en solitario, que no sola? Unos días, unos meses, unos años... ¿Por qué no empleas ese tiempo en conocerte a ti, en descubrir lo que vales? ¿Por qué crees que es más interesante conocer a otros antes que conocerte a ti? Conocer a otros, querer a otros, mimar a otros...

¿Qué pasa contigo?

Te conozco. Te he visto sola y con pareja. He visto todo lo que tienes que aportar y cómo te apagas cuando dependes. Te he visto llorar, te he visto destrozada por una persona que no te valora. Te he visto reír y gritar de alegría cuando esa misma persona ha tenido un segundo para ti, para dar señales de vida y para decirte que igual le apetece echar un polvo contigo, un día, sin ataduras.

Te he visto odiarle por pegarte, y te he visto volver a sus brazos cuando te ha prometido no volver a hacerlo nunca más. Promesas frías, promesas vacías, promesas interesadas.

Te he visto culparte por su infelicidad. Te he visto sentirte fea cuando se ha ido con otra delante de ti. Te he visto arreglarte durante horas con ese brillo en la mirada para ver como se desvanecía cuando no te ha echado siquiera un vistazo. Te he visto resignarte a ser su juguete de fin de semana.

Te he visto odiarle y zanjar, por fin, pero también te he visto lanzarte a otros brazos antes de pasar tu luto para repetir el mismo error. De unos brazos a otros, de una relación a otra, de un error a otro. Con personas malas, con personas buenas, pero sin ti.

Me da igual que este no te pegue, me da igual que cambie las patadas por caricias, me da igual que te adore y que te quiera, si quien no te quiere eres tú.

Ya no te veo llorar por sus insultos, te veo libre de marcas, pero te veo pegada al teléfono, esperando esa llamada o ese mensaje sin importar las horas que pasen. Dejando correr el tiempo, sin disfrutar, sin aprovechar, sin descubrirte.

Podrías hacer tantas cosas... tienes tanto potencial... que me inunda de tristeza que se pierda entre las agujas de un reloj demasiado gastado.

Has dejado los estudios por amor, el trabajo por amor, la familia por amor. Por amor... amor... Cada vez que lo pienso me invade la risa y la angustia, eso no es amor. Es dependencia, es miedo, es pánico a volar.

Estás tan acojonada porque sabes que puedes. Sabes que el día que te conozcas, que te descubras, que desarrolles tu potencial, te querrás tanto que necesitarás a una persona a tu lado que te quiera tanto como te quieras tú.

Y, amiga, lo sabes, estás acojonada porque sabes que ese día llegará, y ese día no sabrás que hacer con tanto amor.

Y que frecuenten sitios

jueves, 8 de diciembre de 2016






La he cagado.

Sí.

No es más que una piñata llena de mierda.

Lo sé.

Es como si forzáramos el vernos. No volveré allí y listo.

Me parece una buena decisión.

La he bloqueado. Ya no puede comunicarse conmigo.

Puede llamarte.

Nadie llama. Es ridículo.

Yo sí.

Nadie llama, nadie va a casa a picarte, nadie frecuenta sitios.

Qué triste.

Ahora si no hay Whatsapp no hay forma de quedar.

Yo quiero que me llamen, que me piquen, que me escriban cartas.

Lo sé.

Y que frecuenten sitios.

Si no hubiera vivido en la época en que no existían los móviles creería que es una utopía. Habría echado una carcajada inclinando la cabeza hacia atrás y entrecerrando los ojos.

Que te llamen, que te esperen en el portal, que te piquen por sorpresa, que te escriban cartas que huelen a tinta... Demasiado utópico, demasiado de peli americana, demasiado esfuerzo, demasiado al fin y al cabo.

Pero lo he vivido. Tengo un pequeño baúl con cartas de amor. Con cartas de amor y no amor. Tengo decenas de álbumes, esos de tamaño cuartilla, con fundas de plástico para meter las fotos y portada verde botella.

Tengo camisetas firmadas por mis amigos, garabateadas con dibujos ridículos, con dedicatorias pastelosas y con chistes malos.

Me han picado por sorpresa y he tenido que abrir en pijama o con la mascarilla puesta. He gritado ¡5 minutos! por el telefonillo y he descolgado el teléfono a la voz de ¿Quién?, porque no sabía quien estaba al otro lado. Me ha dado un vuelco el corazón al reconocer esa voz al descolgar y no al desplegar la ventana emergente del smartphone.

He corrido por no llegar a tiempo a los sitios, y he llegado con la cara roja, la respiración entrecortada y los pelos de loca. Nada de whatsapp de preaviso y eyeliner perfecto.

Si hoy me preguntaran diría que es tan sencillo enamorar... Al fin y al cabo la tecnología nos lo ha puesto fácil. Nadie espera lo tradicional, lo de antes, lo que conlleva un esfuerzo, lo que requiere echarle un par de huevos.

He sorprendido con escapadas románticas, con desayunos inesperados, con despedidas en el último minuto en la puerta de embarque, con visitas en otra ciudad, con notas debajo de la almohada. He escrito cartas, escogido canciones, recopilado recuerdos en álbumes, grabado vídeos, organizado fiestas sorpresa, abierto la puerta en picardías...

Me han sorprendido con escapadas románticas, mensajes de amor en el vaho del espejo, besos robados, fines de semana improvisados de un minuto a otro donde lo único importante eran las manos entrelazadas sobre la palanca de cambios. Flores en el trabajo, cartas en el buzón, visitas apresuradas y desayunos sorpresa. Paseos de la mano a los dos días de conocernos, largas conversaciones con las miradas clavadas y sin televisión de fondo, noches bajo las estrellas...

Es tan sencillo enamorar... demostrar, querer, valorar... que sería una aberración no creer en el amor. Sería ridículo no creer que existen dos personas compatibles capaces de demostrar, de tener esos pequeños gestos que digan Me importas. Porque para querer no se necesitan anillos caros, declaraciones en medio de un campo de fútbol, ni viajes a las Seychelles. Es querer. Son caricias, besos, risas, abrazos, ¿has dormido bien?, te echo de menos, tenía ganas de verte,  no te vayas de mi lado...

Es querer. Es llamar. Es buscar. Es estar. Es amar. 

Por qué no ser amigos

jueves, 1 de diciembre de 2016




Hasta el gorro, hasta las narices, hasta las pelotas, como más contundente suene. Quedar con un colega, tomarse una caña tranquilamente y tener que dar 1.500 explicaciones, porque no, porque un hombre y una mujer no pueden ser amigos. Porque es algo impensable, porque siempre tiene que haber algo más.

Olvídate, no puedes quedar con alguien del sexo opuesto sin ninguna intención escondida. No, no puedes tomarte algo y charlar y conocer porque estás dando pie. No, no te lo puedes permitir porque no tienes pene. Y eso es motivo para dar a entender que quieres más.

Ojalá tuviéramos algo en la cabeza que nos diferenciara de los animales. Ojalá tuviéramos capacidad de decidir. Ojalá fuéramos animales racionales. Y ojalá tuviéramos una especie de interruptor que pudiéramos apagar cuando viéramos a alguien del sexo opuesto para poder contener las ganas irrefrenables de ponernos a follar como conejos.

Cuánta hipocresía y cuánta pena. Qué pasa en este chalado mundo para que este sea el pensamiento dominante.

Siempre he sido muy de amigos, en general, sin matiz de género, porque para mí es todo igual. Me gusta conocer, hablar, descubrir, pasármelo bien. Sin ninguna intención. Y me da pena que a día de hoy sea cada vez más difícil.

¿Cómo vas a tomar algo con un chico si no quieres nada? Qué locura. Asegúrate de dejarle las cosas claras antes porque le estás dando pie.

Qué triste.

Es cuando ocurren estas cosas cuando la nostalgia me teletransporta 20 años atrás, al patio del colegio, cuando el sexo aún no había entrado en nuestras vidas. Cuando quedábamos para jugar, cuando nadie creía que eras una calientabraguetas por quedar con tu vecino para pasear al perro, o con tu compañero de pupitre para echar unas canastas. Cuando la inocencia era la reina. Cuando todo era más fácil. Cuando nos divertíamos sin segundas intenciones, riéndonos a carcajadas y embarrándonos hasta la nariz.

Es curioso ver cómo según crecemos en lugar de aprender desaprendemos. Aprendemos materias nuevas, nos sumergimos en libros de texto. Lengua, matemáticas, inglés… pero olvidamos valores. Por mucho que en la escuela se empeñen en decir que nos los inculcan. Es inevitable. Crecemos y llega la inseguridad, o la seguridad desbordante, la ambición, las primeras veces, los miedos, las expectativas, la necesidad de estar a la altura, llega lo complicado.

Llevo años dándole vueltas a esa teoría absurda. Lo he hablado con muchas personas, lo he meditado con la almohada y lo he sufrido en mis carnes. Quizá sea miedo. Miedo a abrirse y  dejarse ver. Miedo a encontrar una gran amistad que nuestra futura pareja no comprenda porque defiende la teoría del absurdo. Miedo a acabar sintiendo atracción porque en el fondo creemos que esas amistades no funcionan. Porque quizá el impulso animal gane la batalla al raciocinio.

O quizá es que el ser humano es tan egoísta que siempre quiere sacar tajada. Que no quiera salir de su zona de confort. Quedar, no congeniar, ni como amigos ni como nada. Que la conversación aburra, que no haya feeling, que nada fluya. Qué menos que un polvo de recompensa para justificar esa pérdida de tiempo.

¿Es esa la razón? ¿O no hay ninguna y simplemente somos tan planos?

Desde cuándo la sociedad se ha vuelto tan extrañamente moderna o absurdamente anticuada para que los actos de me caes bien se traduzcan instantáneamente por quiero acostarme contigo.

No. No quiero acostarme contigo. Me caes bien, me divierto contigo, la conversación fluye, me lo paso bien, me río… pero no quiero acostarme contigo. No funciona así. Al menos para mí.

Eso implica algo más. Una física, una química, una reacción, unos nervios en el estómago, unos balbuceos, tartamudeos, no saber qué decir, quedarte en blanco. Desear la coincidencia, esperar el timbre del teléfono, de la puerta, el vuelco en el corazón, encontrar una foto y quedarte sin aire. Un brinco interno al ver que entras, quedarte parada por encontrarte por sorpresa. Pensar dónde estarás y si estarás bien. Una conexión, un hormigueo, un todo.

No, no quiero acostarme contigo. Si quisiera lo sabrías. Y quizá tampoco quiera acostarme contigo aunque ya lo haya hecho. Quizá esté harta de eso, quizá te quiera conocer, quizá quiera hablar, quizá quiera saber qué pasa por tu cabeza, qué te hace sentir mal y que te pone eufórico.

Y quizá solo quiera tomar una cerveza, un café, reírme contigo y contarnos anécdotas. Salir a bailar, a tomar una copa, a dar una vuelta o a patinar. Sin malentendidos, sin presiones, sin teorías absurdas y sin comeduras de tarro.

Sí. Quiero amigos, quiero amigas, gente que suma, llámalo X.